jueves

La Visita - Parte segunda


Inició el camino hacia la calle no sin antes despedirse de sus amigas de las alturas. Giró sobre sí mismo tratando de mantener el equilibrio y frunció el ceño cuando miró hacia abajo y pudo observar la oscuridad que le esperaba. Echó un último vistazo al techo cuando escuchó a las palomas que aleteaban de un lado a otro, intercambiando compañero de conversación constantemente. Tal ajetreo le provocó una risa estúpida que se escurrió siseante entre sus agrietados labios. Puso un pie sobre lo que parecía una escalera y tanteando la pared con las manos pudo agarrarse a una de las fisuras que se abrían entre piedra y piedra. Así fue deslizándose buena parte del trayecto hasta que se topó con una puerta de madera que estaba cerrada a cal y canto por el otro lado. Este nuevo imprevisto hizo a su organismo arrojar un par de gotas de sudor sobre la estrecha frente que adronaba una angustiada cara. Se palpó por el cuerpo compulsivamente con el fin de hallar algo que pudiera serle de utilidad en tan exasperante situación. Finalmente con la mano derecha metida en el bolsillo de la chaqueta, reconoció por el tacto un objeto esférico, de superficie más o menos irregular, con una especie de punta en uno de los extremos y de textura parecida a la madera. Casi instantáneamente tuvo lugar un fenómeno inexplicable en su cabeza, un torrente de conexiones eléctricas se desataron en sus cansadas neuronas y pareció tener la sensación de recordar algo, no se podría decir exactamente recordar, era más bien que había cambiado de lugar, sin quererlo se encontraba en otro sitio. 



El escenario que ante él se aparecía era una calle a medio pavimentar, donde los adoquines eran mera anécdota frente a las zonas arenosas y embarradas de una vía salpicada de charcos. Las oscuras casas de los márgenes que más bien se asemejaban a cuevas, estaban compuestas por piedras sin moldear, rudas, puntiagudas y ásperas como la ladera de la colina de la que fueron recogidas, apenas sujetas unas a otras con un tanto de argamasa hecha con pajas y barro. La travesía, en la que el olor a heces se podía casi masticar se inclinaba hacía abajo en dirección al arroyo que daba de beber al viejo nogal, y arrastraba consigo los desechos que se arrojaban desde las puertas de las casas. A cierta distancia de su posición se encontraba una barricada humana formada por un grupo de chicos ennegrecidos por el sol y la mugre que gritaban llenos de un júbilo nervioso. La mayoría iban descalzos, algunos vestían camisas de tela y unos pantalones muy oscuros remendados por todas sus esquinas, dos de ellos simplemente cubiertos con un trozo de paño largo que hacia las veces de camisón. Se disponían formando un corro alrededor de algo que hacia un ruido extraño, un chas chas repetitivo y errático que le llamó la atención. Se acercó a la fuente de aquello con decisión, no sin antes titubear por la incertidumbre que le provocaba el no saber lo que se encontraría al asomarse. Colándose casi arrastras entre el amasijo de piernas y torsos pudo observar lo que había en el centro del circulo. Se trataba de un gato a cuyas cuatro patas habían pegado de algún modo las cáscaras de unas nueces a modo de zuecos. El pobre animal se afanaba en escapar de tremenda tesitura mordisqueándose las pezuñas a la vez que intentaba esquivar las patadas y aspavientos que los chicos le regalaban para aumentar el jolgorio, acrecentando así la angustia del pobre felino. 

De repente dos chasquidos consecutivos de tono más grave se colaron en su subconsciente. Abrió los ojos, de nuevo se encontraba en aquel callejón sin salida cuando resonó un tercer chasquido al otro lado del portalón. Después de un girar de llave, la puerta se abrió hacia afuera y ante ella apareció aquel hombre que recordaba siempre vestido de negro. Asustado ante lo imprevisto del encuentro, salió corriendo escalera abajo sin dar tiempo al sacerdote a reaccionar haciéndole proferir un «¡María santísima!» exclamatorio. Como alma que lleva el diablo bajó a trompicones los escalones que lo separaban de la calle y se plantó en la puerta de la iglesia en menos que canta un gallo. 
Exhausto y aterido de frío, sintió al tiempo como la sequedad de su boca se reactivaba lo que provocó que el tragar fuera ya misión imposible. Al pie del pórtico, cobijado bajo una especie de soportal, se dio la vuelta para admirar la obra que ante él se alzaba. Se trataba de una iglesia bastante sencilla, sin mucha parafernalia decorativa, más bien austera y escasa en ventanales por los que entrase la luz, como si un pedazo de roca hubiera sido allí plantado por algún ser enorme y todopoderoso. Los muros exteriores lucían en algunas partes ennegrecidos por la humedad y cubiertos de musgo. Asomando la cabeza hacia arriba por el soportal pudo observar a las cigüeñas que se desperezaban con su característico castañetear. Estas acostumbraban a anidar el periodo estival en lo alto de la torre que fue cobijo suyo hasta hace pocos segundos. Fue en aquel preciso instante que tomó conciencia de la altura a la que se había encontrado hace apenas unos segundos, lo que angustiado le hizo santiguarse varias veces y proferir una retahíla ininteligible que a muy seguro tendría que ver con San Roque. 
Miró a su izquierda y pudo ver que a cierta distancia se erguía majestuosa una fila de caseríos de dos alturas, recorridas de arriba a abajo por travesaños de madera verticales, que los hacían aparecer como reos en formación penitente frente al edificio de culto allí presente. A la mayoría de ellos los adornaban inscripciones religiosas situadas sobre las puerta de la entrada, que no alcanzaba a descifrar desde la lejanía. En sus fachadas, hileras de encarnados geranios se encontraban engarzados como rubíes sobre las robustas balconadas modeladas en oscuras estructuras de madera provenientes de los bosques de la serranía. De nuevo el griterío que ya había podido intuir desde lo alto de la torre se acercó hasta sus oídos serpenteando por una de aquellas aperturas entre los muros de las casas, que de común transportaban barruntos, aromas y seres de un lado a otro del espacio circundante. Así se dirigió tambaleante y con paso ligero hacia la que tenía más cerca. 

Al enfilar el recodo de la calle llamada del puente, justo al doblar la esquina se dio de bruces con una falda enorme, que rodeaba las rechonchas hechuras de una extraordinaria cadera. Estando en el suelo, y después abrir los ojos y dolerse mohinamente de su codo derecho, una áspera y endurecida mano que remataba una manga acabada en volantes de encaje negro, le acercó la nuez que se había escapado del bolsillo de su chaqueta por el encontronazo. Mientras se incorporaba, subió la mirada al percibir un desconcertante tintineo que provenía de las alturas. Con incredulidad comprobó como del cuello de la señora colgaban toda suerte de descomunales abalorios y adornos formados por piezas de color rojo y plata, semejantes a collares de los que pendían encadenados crucifijos y patenas de toda condición, que bien podrían representar a todos y cada uno de los integrantes del santoral. Al reflejar los rayos solares, estos relucían y brillaban como las estrellas que en la era le dejaban hipnotizado las largas noches de estío en que acostumbraba  pernoctar al raso. Siguiendo su recorrido visual ascendente, se topó con un extraordinario bigote que crecía salvaje sobre unos labios casi inexistentes, y que tras una sonrisa de oreja a oreja dejaban entrever más hueco vacíos que piezas de marfil. No pudiendo contener la curiosidad que el bigote le provocaba, alargó el brazo y lo asió con firmeza. La señora desconcertada ante tan inesperado suceso y reaccionando ante el dolor que el tirón le provocó, se irguió instintivamente como un resorte, mirando críticamente al muchacho a la vez que se repasaba el afrentado mostacho con la mano. A continuación y deteniendo la mirada ligeramente en dos ojos grandes y verdes como aceitunas que se clavaban directamente en los suyos, comprobó que la señora estaba tocada por una mantilla bordada en zigzagueantes colores, de un azul, salmón y verde muy intensos, y que caía en ángulo hacia abajo formando un pico sobre la frente. Tras un instante de evaluación mutua, la mujer sonrió de nuevo y se agachó hasta situarse a una altura de metro cincuenta aproximadamente, que era lo que la envergadura de nuestro personaje daría a alcanzar. 

—¿Y tú de quien ereh?— Le espetó la mujerona con mirada inquisitoria. Que tras reconocer algún rasgo familiar y dibujar un sorprendido arqueo de cejas continuó —¡To! pero si es el Antoñito— 

Lo confuso de la situación le hizo soltar un gruñido casi animal al tiempo que remachaba un puntapié en la media roja que envolvía el pernil de la señora y echaba a correr calle arriba como alma que lleva el diablo. 

—¡Mangurrino, ven aquí no seas abisinio!...¡Mala puñalá' te peguen muchacho. Ya verá' como se entere Don Julián!— maldijo con la cara roja de ira la piadosa mujer.

En plena huida echo un extrañado vistazo hacia atrás. Antoñito... Aquel nombre danzando por su cabeza comenzó a moverse veloz por sus tejidos cerebrales. Ejecutaba escorzos estrambóticos, dibujando siluetas imposibles en su viaje supersónico de neurona a neurona. Poco a poco, las informaciones almacenadas en cada una de estas células maravillosas empezaron a entrelazarse y a formar en su cabeza la imagen de una mujer que debía rondar la treintena. Su cara, enjuta y recorrida por dos grandes surcos de piel a ambos lados de la boca más propios de la ancianidad, reflejaban los avatares de una vida llena de penurias. Sostenía en sus manos un cazuelo de barro del cual ascendían aromas a patatas revueltas con pimentón que se colaron fantasmagóricamente en sus pituitarias y comenzaron una abundante salivación que en ningún momento se propuso provocar. La desconcertante visión que flotaba ondulante en su imaginación se difuminó brevemente para volver a aparecer con mas fuerza. Señalando al recipiente con la mirada, la figura femenina parecía querer decirle algo que no alcanzaba a distinguir. Tras varios intentos vanos para afinar el oído, le pareció que era de nuevo ese nombre, Antoñito. Este inesperado recuerdo despertó en su interior unos sentimientos de ternura que casi le hicieron llorar de emoción y que empujaron finalmente a sus labios a formar la palabra "mamá". 

Casi sin darle tiempo a recuperarse del emocionante encuentro onírico, los impulsos cerebrales que seguían relampagueando en su interior comenzaron a dibujar un árbol enorme, de frondosa y verde copa y de tronco ancho y rugoso, que crecía vigoroso conforme elevaba la mirada hacia arriba. De él colgaban unas bolas verdes que se mecían como zarcillos esmeralda al atizar del viento, zarandeándolas de un lado a otro en un ritmo hipnótico, interpretando una coreografía frutal improvisada. El ver que estas podían caer desprotegidas al suelo le provocaba una inexplicable desazón y miedo casi irracionales que no comprendía y que contribuyeron a acelerar los latidos de un corazón ya a pleno rendimiento por la carrera. Dirigiendo entonces la mirada a sus pies pudo ver como decenas de ellas se encontraban esparcidas sobre el musgo en proceso de descomposición. Por entre las cáscaras resquebrajadas de algunas asomaban gusanillos diminutos de un blanco nuclear, que daban buena cuenta de su interior al tiempo que se retorcían en un liquido viscoso. Mientras que otras, en las que la podredumbre y el moho ganaba terreno al verdor original, ofrecían un tono negruzco muy poco apetecible. Aquel panorama de desperdicio le provocó tal sensación de asco, que las ganas de vomitar le hicieron llevarse la mano a la boca.

Sin ser consciente de la velocidad a la que estaba realizando el trayecto, el jadeo que sus pulmones se veían obligados a provocar para hacer llegar oxigeno a sus atrofiados músculos le hizo volver en sí. Tras coronar el pequeño repecho, llegó a una especie de plazoleta en llano a cuya mano derecha se abría un oscuro pasadizo por el cual transcurría un perro escuálido que se encontraba marcando el territorio. Tuvo el instintivo impulso echar a correr detrás de él a patearle como en otras ocasiones, pero un tremendo estruendo por encima de su cabeza le hizo ponerse alerta y cobijarse en uno de los portales que tenia a su izquierda. Desconcertado alzó la mirada para ver que ocurría. Sólo eran visibles unos puntos de humo que dejaban explosiones aleatorias que atronaban por doquier, poco a poco un olor semejante al que desprendía el tubo de dormir perdices del tío Justino se acerco flotando a sus pituitarias. Fue siguiendo con la mirada el trazo celeste que el cielo pintaba entre los huecos de los altos tejados de las casas, y moviendo la cabeza en dirección norte finalmente se topó con un espacio amplio que a lo lejos abrió ante si el lugar de donde venían el constante griterío que desde primera hora de la mañana le tenía intrigado. Forzando la vista pudo divisar un balcón engalanado con flores, del cual salían amontonados bustos de personas mirando en una misma dirección. Dos señoras agitaban histericamente pañuelos a la vez que comentaban lo que sucedía intercalando codazos confidentes, otros gritaban vítores de manera acompasada. De nuevo abajo, a unos metros de su ubicación se había formado un tropel de gente que taponaba por completo la desembocadura de la calle en la que se encontraba. Se subían unos en otros a modo de torre humana con la intención de poder observar lo que allí estaba pasando. Muy asustado y casi en estado de shock, se dirigió como una exhalación hacia aquella muchedumbre...

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